lunes, 30 de agosto de 2010

¿QUIEREN SABER CÓMO ERA LA VIDA QUE SE LLEVABA EN EL 18 DE SEPTIEMBRE DE 1810?

El sereno.
LA VIDA COLONIAL.

La vida colonial se desarrolló en Chile en todo el período de la dominación española. Se extiende, por lo tanto, durante más de doscientos años, desde 1601 a 1810.

En la colonia la familia seguía la voluntad del padre, el que tenía una gran autoridad. En una casa convivían muchas personas: el padre, la madre, una gran cantidad de hijos, parientes y muchas personas que se desempeñaban en las distintas labores del hogar. Muchas fiestas y, en general, toda la vida familiar, estaba muy ligada a la iglesia.

Al correr de los años fueron apareciendo diversas costumbres y diversiones, que correspondía al sentido que tenía la vida para los hombres de la época.

En ciertas casas eran frecuentes las conversaciones o tertulias, a las cuales asistían los amigos pasando un rato agradable entre dulcecitos de manjar y mate.

El sereno anunciaba con voz cantadita la hora y el tiempo: “Las ocho han dado y sereno…”. En la tarde aparecía el farolero para alumbrar las oscuras noches.

Las casas eran muy lindas, de adobe y tejas, grandes y espaciosas, generalmente de un solo piso. Tenían tres patios y al final se llegaba a la huerta donde se cultivaban flores y hortalizas.

Las entretenciones de la época más corrientes y populares fueron el juego de la chueca, el volantín y el trompo.

domingo, 29 de agosto de 2010

RECORDEMOS LA VERSIÓN DE "LA PÉRGOLA DE LAS FLORES" DEL AÑO 1988. Sería muy bueno contarles a los niños del argumento de esta obra, de las floristas que estaban cerca de la Iglesia San Francisco, del retrato de la sociedad santiaguina de principios del siglo XX Que fue la primera obra musical chilena que tuvo gran repercusión en el extranjero. Hagamos historia con ella, mostrémoles las lindas canciones ¡verán que lo bueno no pasa de moda! Volvamos a disfrutarla...

LA FLOR DEL COBRE. Cuento de tradición oral chileno.

Resulta que una vez había un matrimonio que vivía en un campito, cerca de un pueblo, en el sur. Los dos eran viejos, muy viejos. Y resulta que el marido era tan flojo, que nunca había trabajado en cosa alguna, y en cuanto le hablaban de hacer algo, se quejaba a gritos de sus muchas enfermedades y se iba a la cama, diciendo que ya poco le iba faltando para entregar su alma al Taita Dios. Y resultaba también que la pobre mujer, a pesar de sus años, tenía que seguir comidiéndose, para mantener ella sola el hogar.

Con la terrible pereza del marido, a quien llamaban don “Quejumbre-No-Hace-Nada”, el campito estaba hecho una maraña de zarzas y la casa se caía, a pesar de los puntales que le habían arrimado algunos vecinos misericordiosos. Pero esto no era impedimento para que don “Quejumbre-No-Hace-Nada” siguiera durmiendo lamentándose de sus males.

Un día estaba doña “María Soplillo”, que así se llamaba la mujer, zurciendo los pantalones de don “Quejumbre-No-Hace-Nada”, cuando sintió que éste llegaba muy contento del pueblo, donde había ido en busca de remedios para las muelas.

Apenas la divisó, le dijo…

- Figúrese la suerte, vieja…

- Usted dirá. Aunque sería mejor que diera antes las buenas tardes…

- Buenas tardes. Pero no interrumpa. Figúrese la suerte…A la primera vuelta del camino, me encontré con una señora muy “encachá”, que me preguntó para dónde iba. Yo le contesté que para el pueblo, a comprar medicinas para el dolor de muelas. Entonces ella me dice que es “meica” y que me puede dar un remedio que no sólo es para las muelas, sino que es para todos los males conocidos. Y voy entonces yo y le pregunto: “¿Y qué remedio es ese, Misiá?” Y ella me contesta:- “Es la flor del cobre”-, “No la conozco, ni nunca la había oído mentar”- le respondí. Y ella me vuelve a decir: -“Aquí tiene la semilla; váyase para su campito y la siembra y en cuanto dé flor, verá como se alivia inmediatamente de sus muchos achaques”.

- ¿Y qué le dio viejo?

- Esta bolsita con semillas. Al tirito las voy a sembrar.

Entonces doña “María Soplillo” se puso en pie, muy contenta al ver a su marido tan dispuesto y alegre. Y le preguntó:

- ¿Dónde las va a sembrar?

- Aquí no más, en la huerta. Pero la Misiá me dijo también que tenía que sembrarlas todas y en tierra bien limpia y barbechada. Por suerte que no son muchas.

Y don “Quejumbre-No-Hace-Nada” se fue en busca de la pala, del azadón y del rastrillo, que estaban por allí, en un cuarto, todos llenos de telarañas y moho.

Toda la tarde se pasó arreglando un retazo de tierra, sacando maleza, arrancando raíces, arando y rastrillando. Cuando llegó la puesta de sol, estaba el retazo de huerta convertido en una lindeza de barbecho. Y don “Quejumbre-No-Hace-Nada” se fue a acostar completamente rendido, dispuesto a levantarse al alba para sembrar las semillas de la planta del cobre, cuya flor habría de mejorarle la salud.

Pero resulta que a la mañana siguiente, cuando comenzó a esparcir la semilla, que estaba en una bolsita de cuero no más grande que una mano cerrada, ésta no terminaba nunca, y aunque don “Quejumbre-No-Hace-Nada” lanzaba grandes puñados al surco, el contenido de la bolsa no disminuía. ¡Y ya no había dónde sembrar más!

- ¿Qué haré?- la preguntó a doña María “Soplillo”.

- Usted sabrá- dijo la mujer modosamente-. Pero según sus palabras de ayer, la Misiá le recomendó que sembrara todas las semillas.

- Así no más fue- dijo el viejo.

Y se puso a preparar otra porción de tierra, un poco más grande que la barbechada la víspera.

Pero al día siguiente pasó exactamente lo mismo: la semilla no llevaba trazas de disminuir. Al gran holgazán de don “Quejumbre-No-Hace Nada” le dieron ganas de no seguir en la empresa; pero justamente en ese momento, le dieron unas fuertes punzadas en las muelas, tan fuertes como no las había sentido nunca. Y esto lo hizo decidirse a barbechar un pedazo del potrero, en vista de que la huerta ya estaba toda sembrada y que las semillas parecía que no se hubieran empleado nunca.

Y al cabo de diez días de trabajos y de rezongos y de decir que no daba una palada más y de volver a dolerle las muelas y de volver, entonces a trabajar, don “Quejumbre-No-Hace-Nada” se encontró de repente con todo su campito limpio, barbechado y sembrado y que empezaban a brotar unas hojitas verdes y que había que regarlas, cuidando de que en los camellones no fuera a salir de nuevo maleza y que había, además, que vigilar los caracoles y los gorriones y que, por lo tanto, había que seguir levantándose al alba y trabajando el día entero.

Y resulta que a don “Quejumbre-No-Hace-Nada” se le había olvidado quejarse y ni una mala “lipiria” le daba. Y resulta también que cuanto más crecían las plantas de “La flor del cobre”, más parecían matas de maíz, y al fin don “Quejumbre-No-Hace-Nada” tuvo que convencerse de que no había tal “Flor del cobre”, sino unos choclos lindos que empezaron a comer hechos ricas humitas por mano de doña “María Soplillo”, cuando no eran cocidos, o en unos pasteles con pino y todo. Y como los choclos cada vez cundían más, resolvieron cosecharlos y venderlos en el pueblo. Pero eran tantos, tantos, que dejaron una parte en la casa para hacer chuchoca y otro poco para darle a las aves, y el resto, en la carreta del compadre Juan Pablo Retamales, que se las prestó para llevarlos al mercado, donde sacaron por él un buen precio.

Entonces se compraron ropa para el invierno, una olla grande, una vaca y un burro, tres gallinas, un gallo y dos conejos blancos con manchas rubias y ojos negros. Y una pala y un arado y un rastrillo. Y muchas cosas para comer.

Y aunque hicieron tanta compra, aún le quedaba a don “Quejumbre-No-Hace-Nada” plata amarrada en una punta del pañuelo, al volver a su campito.

Entonces le dijo a doña “María Soplillo”:

-Aquella Misiá que me dio la semilla harto que se burló de mí.

-Si no hubiera sido por ella, a estas horas seguiría siendo pobre y enfermo, bueno para nada. No sea, pues, mal agradecido-, contestó la vieja.

-¡Cierto no más es!

-Con razón le dijo la Misiá que se le quitarían los males. Hace tiempo que no lo oigo quejarse de nada. Y “La flor del cobre”, sus buenos cobres y chauchas y pesotes que le ha dado…

-¿Y quién sería la Misiá?

-¡Para mí que era la mismita señora María Santísima de los Cielos!

-Hasta que al fin di con quién era…

-Entonces le vamos a dar al tiro las gracias y le vamos a rezar un Ave María con harta devoción.

Y ésta es la historia de “La flor del cobre”


que volvió diligente y sano a un hombre.



TE RECORDAMOS QUE ESTA SEMANA SE MUESTRAN TRES VERSIONES DE LA OBRA QUE ESTÁ FESTEJANDO LOS 50 AÑOS DE SU ESTRENO.







Isidora Aguirre desempolva los secretos de "La pérgola"



"El Mercurio" se reunió con la dramaturga, entre los locales de los floristas del Barrio Mapocho, para conversar sobre su obra más reconocida y que esta semana vuelve con tres versiones: "Me tiene hasta la coronilla", dice la autora, entre risas.


Isidora Aguirre camina lentamente entre los locales llenos de color: aromáticas flores, arreglos con papel celofán y coronas fúnebres se repiten en cada uno de los negocios que invaden el Barrio Mapocho. Apenas la ven, los floristas se le acercan para venderle, pero cuando se enteran de que es la creadora de la emblemática obra "La Pérgola de las Flores", el trato es otro: "¡Pero qué gusto conocerla!", le dice una vendedora, mientras un hombre le confiesa que él se crió en la pérgola desde niño. La saludan y la abrazan con reconocimiento, mientras la autora de 91 años sólo sonríe agradecida.


Esta semana se estrenan tres versiones de la obra que está festejando los 50 años desde su estreno. Por eso, la dramaturga aceptó la invitación de "El Mercurio" para conversar sobre el musical más emblemático del teatro chileno, en un escenario similar al que la inspiró. "Todos saben que yo no quería escribir la obra porque mis hijos estaban chicos, pero finalmente acepté porque iba a significar un ingreso extra de dinero y porque el director Eugenio Guzmán me convenció", recuerda la autora sobre la pieza que vio la luz el 9 de abril de 1960 en el teatro Camilo Henríquez.

La primera escena que Aguirre se puso a escribir fue la llegada de Carmela a Santiago. "Con los ojos de la huasita pude ver la sociedad de la época: los políticos, la clase alta. La mirada inocente de la Carmela me fue conquistando y la obra fue agarrando fuerza", dice Aguirre, quien, hasta entonces, nunca había visitado San Rosendo. "Un día, pasando en tren por esa estación vi a muchos campesinos con canastos que iban a la ciudad. Fue una imagen que me quedó dando vueltas".

-¿Y se inspiró en alguien en particular para crear a la Carmela?

"Tomé dos personajes. Primero me acordé de una huasita que estaba en el centro de Santiago esperando para cruzar la calle. Ella tenía mucho miedo, daba unos pasos y se devolvía. Yo la tomé del brazo y la ayudé. La otra imagen es de una muchacha que cuidaba a mi primera hija, cuando vivíamos en el campo. Ella se llamaba Pascuala y siempre decía: 'No me atrevo a volver donde mi taita porque me corté las trenzas"

-¿Lo hizo así con todos los personajes?

"Algunos, pero yo fui modificando la obra a medida que se trabajaba en los ensayos. Laura Larraín se parece a una tía mía, pero Silvia Piñeiro le dio su forma. Para las floristas, por ejemplo, me fui a parar a La Vega para escuchar a unas viejitas que hablaban de un puesto a otro. Pero me echaron porque no compré nada. De ahí saqué la frase de Ramona cuando le dice al regidor: 'Córrase más allacito, ¿no ve que 'onde está de tapón me perjudica las ventas?' ".

De la oferta de "Pérgolas" que suben a escena esta semana, Aguirre sólo irá al estreno del montaje dirigido por Silvia Santelices en el Teatro Escuela Carabineros. "Me llamó ella para convidarme, porque también me harán un homenaje. Voy a ir con mi familia a ver esa versión, pero a las demás, no. Ya he visto millones de 'Pérgolas' y me tienen hasta la coronilla", dice entre risas, la autora, quien recibe el 5% de la venta de entradas por cada versión de su musical.

-De todas esas versiones que ha visto, ¿hay alguna favorita?

"La mejor de todas es la que hizo Guzmán. La primera de todas las 'Pérgolas'. Pero de las últimas, en 2004 vi una versión muy buena que se hizo en Valparaíso (a cargo de la compañía de Duoc-UC), que estaba ambientada en el puerto y tenía una orquesta muy grande, y la música se escuchaba preciosa".

"Con los ojos de la huasita pude ver la sociedad de la época: los políticos, la clase alta".

"Me gustaría recibir el Premio Nacional"

Isidora Aguirre vive hace 40 años en su departamento de Providencia, y la mayor parte del tiempo lo ocupa en ver las noticias en la TV, leer y tejer. El año pasado sufrió un accidente vascular que la tuvo postrada algunos meses. "La mente la tengo buena, pero las piernas no tanto", se ríe la dramaturga de 91 años, quien se reconoce como una mujer que le gusta mantenerse activa. "No tengo nada pendiente, tengo una larga carrera. Y no pienso mucho en cómo me va a recordar la gente... por 'La pérgola' es más que seguro". ¿Y cree que hay alguna deuda pendiente con usted? "Me han hecho tantos homenajes que ya no me hacen falta, aunque me gustaría recibir el Premio Nacional. Me han postulado cuántas veces y no me lo dan, pero es algo que ya no me preocupa".

viernes, 27 de agosto de 2010

¡¡OTRO CUENTO CHILENO!!

LOS VIEJOS MEZQUINOS.
(Ramón Laval)


Para saber y contar y contar para aprender. Esta era una pobre mujer que tenía dos niños llamados Juan y Miguel. Cuando estaba enferma y por finar, se los dejó encargados a sus suegros, dos viejos con fama de ser grandísimos tacaños.

Los abuelos cuidaron de los niños con muchos trabajos, algunos palos y nada de cariño.

Un día, decidieron matar el chancho que tenían. Como no querían que los chiquillos supieran ni comieran nada, lo hicieron todo solos. Mandaron a los niños al monte a buscar leña y ellos mataron y prepararon al chancho y lo guardaron escondido debajo de las camas.

Los niños maliciaron lo que había sucedido y con un poco de ojo y otro poco de oído descubrieron que los viejos no querían convidarles. Entonces dijeron: -"Tenemos que comernos nosotros el chancho"

Juan dijo a Miguel:

-Mira, Miguel, esta noche entramos al dormitorio de los abuelos y cuando estén bien dormidos, tú le preguntas a la abuela, “¿Te acuerdas, vieja, dónde escondimos el chancho?”.

Así lo hicieron y la vieja, medio dormida, le contestó:

-¿No te acuerdas que lo dejamos debajo de la cama?

Entonces, Juan sacó el chancho y echándoselo al hombro, se fue con Miguel a comérselo al cerro.

Estaban asando el tapabarriga cuando el viejo despertó, y encendió un fósforo, miró debajo de la cama y como no viese al chancho, preguntó a la vieja:

-¿Te acuerdas, vieja, dónde escondimos el chancho?

-¡Qué viejo tan pesado! ¿No acabo de decirte que debajo de la cama? ¡Déjame dormir, será mejor!

-Mira vieja, el chancho no está. Se lo han robado, y los ladrones han sido los chiquillos. Voy por ellos y les quitaré el chancho.

Tomando varias velas y una caja de fósforos se fue al trote derecho al cerro.

De lejitos, vio la fogata que tenían los niños para asar parte del chancho. El viejo entonces se preparó. Encendió seis velas: una en el trasero, dos en las narices, otra en la boca y las dos restantes, una en cada mano.

Juan miró hacia el camino y en medio de la oscuridad, vio la extraña figura que avanzaba echando fuego por la boca, narices y trasero, y aunque no era cobarde, sintió algo de miedo. Sintió que se le erizaba el pelo y que un frío le recorría la espalda. Con voz temblorosa preguntó a Miguel:

- ¿Conoces al Malulo?

-No,- le dijo Miguel.

-¿No será ése que viene ahí?

-Él es, pues. Debe ser él,- dijo Miguel-.

Y usando sus buenas piernas dejaron el chancho y corrieron a ponerse a salvo.

El viejo tomó el chancho al hombro y regresó a su casa. En esto, amaneció. El viejo le dijo a la vieja:

-Y ahora, vieja ¿dónde los escondemos?

-Pongámoslo dentro del horno, dijo la vieja-. Y allí lo ocultaron.

Juan y Miguel volvieron en la noche y al igual que la vez anterior, Miguel, imitando la voz del viejo, preguntó:

-¿Te acuerdas, vieja, dónde escondimos el chancho?

Y la vieja medio dormida, contestó:

-En el horno, pues, viejo.

Entonces fueron al patio donde estaba el horno del pan y sacaron el chancho.

Al cantar el gallo, cuando los rayos del sol despertaban a las diucas, el viejo salió a ver a su chancho. Al no encontrarlo, salió a buscar a los ladrones.

Miguel dando la vuelta a la casa entró al dormitorio y poniéndose una pollera de la abuela y un rebozo, salió al camino.

Mientras esto sucedía, el viejo ya había encontrado a Juan y le había quitado el chancho. Venía caminando fatigado hacia la casa cuando vio a Miguel, creyendo que era la vieja, le dijo:

-Vieja, ayúdame con el chancho que está pesado y vengo cansado.

Miguel, sin decir palabra tomó el chancho y siguió caminando. Mientras el viejo se sentaba a enjugarse el sudor con su pañuelo.

Miguel, todavía disfrazado de viejita, apenas lo vio que quedaba oculta, se fue a reunir con Juan.

Cuando el viejo hubo descansado, se quedó dormido y no se despertó, sino con el cacareo de las gallinas a medio día. Volvió a casa y se encontró con su vieja durmiendo y de chancho.... nada.


Pero Miguel y Juan ya tenían el asado preparado y el olorcillo del festín llegó a las narices de los abuelos.

-¡Vengan abuelos!,- les gritaron los niños.

Así, entre avergonzados de ser mezquinos y contentos de ponerse en paz con sus chiquillos, los abuelos gozaron de un buen asado y de mejor fortuna.

miércoles, 25 de agosto de 2010

GORRIONCITO.

(Cuento de tradición oral ruso recopilado por Alekandr Nikoalevich Afanasiev.)

Un matrimonio viejo que no tenía hijos rezaba a Dios todos los días para tener uno; pero Dios no le concedía la gracia de tener un niño.

Un día se fue el marido al bosque para recoger setas y encontró a un viejecito que le dijo:

-Yo sé cuál es la pena que escondes en tu corazón y cuán grande es tu deseo de tener hijos. Óyeme bien: ve al pueblo, pide en cada casa un huevo; luego coge una gallina, hazla sentar sobre ellos para que los empolle y ya verás lo que sucede.

El anciano fue al pueblo, tenía cuarenta y una casas; en cada una de ellas entró y pidió un huevo y luego, volviendo a la suya, cogió una gallina y la hizo empollar los cuarenta y un huevos.

Pasaron dos semanas; los ancianos fueron al gallinero, y cuál sería su sorpresa al ver que de los huevos nacieron cuarenta niños fuertes y robustos y uno pequeño y débil.

El padre le puso a cada uno un nombre; pero al llegar al último, ya no se le ocurría qué nombre ponerle. Entonces, viendo que era el más pequeño, dijo:

-Como no tengo nombre para ti, te llamaré Gorrioncito.

Los niños crecieron con tal rapidez, que algunos días después de nacer pudieron ya trabajar y ayudar a sus padres. Eran unos muchachos guapísimos y trabajadores; cuarenta de ellos labraban el campo y Gorrioncito hacía los trabajos de la casa.

Llegó la temporada de la siega y los hermanos se fueron a segar y hacer haces de heno. Pasaron una semana en los campos y luego volvieron a casa, cenaron y se acostaron. El anciano los contempló y dijo gruñendo:

-¡Oh juventud indolente! ¡Comen mucho, duermen aún más y estoy seguro de que no han trabajado nada!

-Padre, antes de juzgar, ve a ver -, dijo Gorrioncito.

El anciano se vistió, fue a los ampos y vio con satisfacción que estaban ya listos cuarenta grandes haces de heno.

-¡Qué valientes son mis muchachos! ¡Cuánto heno han segado en una semana y qué haces tan grandes han hecho! -, exclamó.

Tan grande fue su deseo de complacerse mirando sus bienes, que al día siguiente fue otra vez a los campos; llegó allí y vio que faltaba un haz. Volvió a casa preocupado y dijo a sus hijos:

-¡Oh hijos míos! ¡Ha desaparecido un haz de heno!

-No importa, padre. Nosotros cogeremos al ladrón -le contestó Gorrioncito-. Dame cien rublos; yo sé lo que tengo que hacer.

Cogió los cien rublos y se dirigió a la herrería y le dijo al herrero:

-¿Puedes forjarme una cadena con la que puedas atar a un hombre desde los pies hasta la cabeza?

-¿Por qué no? -contestó el herrero.

-Hazme una, pero que sea bastante resistente. Si resulta fuerte te pagaré cien rublos; pero si se rompe no te pagaré nada.

El herrero forjó una cadena de hierro. Gorrioncito se ató con ella el cuerpo, luego se dobló por la cintura y la cadena se rompió. El herrero le forjó otra mucho más fuerte, que resistió todas las pruebas y Gorrioncito la cogió, pagó por ella cien rublos y se dirigió a los campos para montar la guardia a los haces de heno. Se sentó al lado de uno de ellos y se puso a esperar.

Justo a media noche se levantó el viento, se alborotó el mar y de sus profundidades salió una yegua hermosísima que se acercó al primer haz y empezó a devorar el heno. Gorrioncito corrió hacia ella, la sujetó con la cadena de hierro y montó a caballo en su lomo.

La yegua enfurecida, echó a correr por valles y montes; pero, a pesar de esta carrera desenfrenada, el jinete permaneció como clavado en su sitio. Al fin, cansada de correr, la yegua se paró y dijo:

-¡Oh, joven valeroso! Ya que has podido dominarme, sé tú el amo de mis potros.

Se acercó a la orilla del mar y relinchó estrepitosamente. El mar se alborotó y salieron a la orilla cuarenta y un caballos tan magníficos, que aunque se buscasen por todo el mundo no se encontrarían otros semejantes.

Por la mañana, el padre de Gorrioncito, oyendo un gran pataleo y un relinchar estrepitoso en el patio, salió asustado para ver lo que pasaba. Era su hijo que llegaba a casa acompañado de toda una manada de caballos.

-¡Hola, hermanos! -exclamó-. ¡Aquí traigo un caballo para cada uno; vámonos a buscar novia!

-¡Vámonos! -contestaron todos.

Los padres les dieron su bendición y todos los hermanos se pusieron en camino.

Durante mucho tiempo anduvieron por el mundo, pues no era fácil encontrar tantas novias. Además, no querían separarse y casarse con jóvenes que pertenecieran a distintas familias, para no tener una suerte distinta cada uno de ellos. ¡Y no era fácil encontrar una madre que tuviese cuarenta y una hijas!

Al fin llegaron a un país muy lejano y vieron un espléndido palacio, todo de piedra blanca, que se elevaba en una altísima montaña. Lo cercaba un alto muro y a la entrada estaban clavados unos postes de hierro. Los contaron y eran cuarenta y uno.

Ataron a estos postes sus briosos caballos y entraron en el patio. Salió a su encuentro la bruja Baba-Yaga, que les gritó:

-¿Quién los ha invitado a entrar? ¿Cómo han osado atar sus caballos a los postes sin pedirme permiso?

-¡Vaya, vieja! ¿Por qué gritas tanto? ¡Primero que nada, danos de comer y de beber y caliéntanos el baño; luego podrás hacernos tus preguntas!

Baba-Yaga les dio de comer y de beber, les calentó el baño y después empezó a preguntarles:

-Díganme, valerosos jóvenes, ¿están buscando algo o sólo caminan por el gusto de pasear?

-Estamos buscando una cosa, abuelita.

-¿Y qué quieren?

-Buscamos novias para todos.

-¡Pero si yo tengo cuarenta y una hijas! -exclamó Baba-Yaga.

Corrió a la torre y pronto apareció acompañada de cuarenta y una jóvenes.

Los hermanos, encantados, le pidieron permiso para casarse con ellas. Se los concedió y en seguida celebraron la boda con una alegre fiesta.

Al anochecer, Gorrioncito fue a ver qué tal estaba su caballo, y éste, al acercársele, le dijo con voz humana:

-¡Cuidado, amo! Cuando se acuesten con sus jóvenes esposas no se olviden de cambiar con ellas los vestidos; pónganse los de ellas y vístanlas a ellas con los de ustedes; si no, perecerán todos.

Gorrioncito les contó todo a sus hermanos y todos al llegar la noche, vistieron a sus jóvenes esposas con sus trajes, poniéndose ellos los de éstas y así se acostaron. Pronto todos se durmieron profundamente; sólo Gorrioncito permaneció vigilando sin cerrar los ojos.

A media noche gritó Baba-Yaga con una voz espantosa:

-¡Hola, mis fieles servidores! ¡Vengan aquí y corten la cabeza a los visitantes inoportunos!

En un instante acudieron los fieles servidores y cortaron la cabeza a las hijas de Baba-Yaga.

Gorrioncito despertó a sus hermanos y les contó lo ocurrido; cogieron las cabezas cortadas de sus esposas, las colocaron en los postes de hierro que adornaban la entrada, ensillaron sus caballos y huyeron de allí a todo galope.

Por la mañana la bruja se levantó, miró por la ventana y, ¡oh desgracia!, las cabezas de sus hijas estaban colocadas en los postes de hierro. Se enfureció, ordenó que le diesen su escudo abrasador y se lanzó en persecución de los jóvenes, echando fuego y quemando con su escudo todo alrededor de sí.

Los hermanos, asustados, no sabían dónde esconderse. Delante de ellos se extendía el mar, y a sus espaldas la bruja quemaba todo con su escudo ardiente. La salvación era imposible. Pero Gorrioncito era muy astuto: durante su estancia en el palacio de Baba-Yaga le había robado a ésta un pañuelo. Lo sacudió ante sí, y al instante apareció un puente que se tendía de una orilla a otra. Los jóvenes atravesaron a galope el mar por el puente, y pronto se vieron en la otra orilla. Gorrioncito sacudió el pañuelo hacia atrás y el puente desapareció.

Baba-Yaga tuvo que volverse a casa, y los hermanos llegaron sanos y salvos junto a sus padres, que los acogieron llenos de alegría.

lunes, 23 de agosto de 2010

La Biblioteca del San Rafael te invitan a leer este precioso cuento de tradición oral chileno.

EL REY TIENE CACHITO.

Recopilado por don Ramón Laval.
Cuento de tradición oral chileno.


Este era un rey que cayó enfermo de un fuerte dolor a la cabeza. Su dolencia le obligó durante muchos días a guardar cama y durante ellos no pudo ocuparse de los asuntos de gobierno. Cuando se levantó, se encontró con que le había salido un cachito.
El rey, por supuesto, quiso tener oculta de todos esta desgracia; pero no lo consiguió: el pelo le creció tanto que tuvo necesidad de hacer llamar a un peluquero, encargando que le trajeran el más discreto de la ciudad.
Sus ministros pasaron revista a todos los fígaros de la capital y, por fin, creyeron encontrar al que Su Majestad necesitaba: era éste un pobre hombre que, aunque manejaba magistralmente las tijeras y la navaja, casi no tenía clientela porque era muy reservado y poco comunicativo. No hablaba sino cuando era de absoluta necesidad.
Con los informes de los ministros, el rey lo nombró su peluquero real.
En la primera sesión, el rey le dijo que a ninguna persona debía comunicarle su desgracia y le exigió bajo juramento que así lo hiciese. El peluquero juró que a ninguna persona diría que el rey tenía u cachito. Después de esto le cortó el pelo y se retiró para volver dentro de un mes.
No hizo más que salir el peluquero y sentir un desasosiego como nunca lo había tenido. Y lo peor, es que este malestar no lo dejaba y experimentaba como una necesidad de echar afuera aquel secreto que le hormigueaba por todo el cuerpo. Y aquí tenemos a nuestro hombre, que hasta entonces había vivido tranquilo, convertido en el ser más desgraciado de la tierra: no comía, no dormía, no trabajaba, no tenía ánimos para nada.
Y sin embargo de no comer, se iba hinchando, hinchando hasta ponerse redondo como una tinaja.
El pobre hombre se sentía desfallecer, no hallaba qué hacerse. Estaba seguro de que se moriría en horas más si no contaba su secreto. Pero, ¿y el juramento? Él era buen cristiano y por nada de la vida perdería su alma.
Desesperado, salió al campo y aquí le ocurrió una idea salvadora. Con una estaca que halló a mano abrió un hoyo echándose de barriga en tierra se puso a decirle:
- ¡El rey tiene cachito!, ¡El rey tiene cachito!- repitiendo la oración no menos de cien veces. Y a medida que la iba diciendo, la barriga se le iba deshinchando. En seguida tapó el hoyo con la misma tierra que de él había sacado.
¡Qué desahogado, qué aliviado y qué flaco se levantó el barbero! ¡Qué feliz se sintió! Pocos momentos después llegó a su casa pidiendo desaforadamente que le dieran de comer. ¡Qué apetito! ¡Todo lo que le servían se le hacía poco! La mujer estaba desesperada: ¿de dónde sacaría alimentos suficientes para llenar aquel tonel sin fondo? Se comió todo lo que pilló a mano, cuanta materia engullible había en casa, y por fin, más cansado de hacer funcionar las mandíbulas que satisfecho, se acostó. ¡Era de ver la placidez con que dormía el santo varón! Durmió dos días con sus noches, y se levantó feliz, cantando y con grandes disposiciones para trabajar. Era otro hombre.
Pasaron los días unos tras otro hasta completar una semana, cuando ocurrió una cosa inesperada. Los niños de la escuela habían ido a hacer la chancha al campo vecino y encontraron una mata de capachitos, que había brotado, precisamente en el lugar en que el peluquero había hecho el hoyo. Arrancaban las florecitas y tomándolas con el dedo pulgar, índice y cordial, las reventaban en sus frentes, como tienen costumbres de hacerlo. Pero esta vez las florecillas, al estallar, decían:
- ¡El rey tiene cachito!
Admirados los niños de este prodigio, llevaron a sus casas todos los capachitos que quedaban y repitieron la prueba y los capachitos siempre decían:
- ¡El rey tiene cachitos!
No se podía dudar de la noticia, y ella corrió como el aceite: en pocos instantes la conocía toda la ciudad. Y tanto y tanto cundió que llegó a oídos del rey.
El rey hizo llamar al peluquero y después de apostrofarlo duramente le dijo que le haría pagar con la vida su indiscreción. El peluquero respetuosamente, repuso:
- Señor, yo juré a Vuestra Majestad, no decirle a ninguna persona su secreto y lo he cumplido, porque hasta ahora no se lo he dicho a alma nacida. ¿Qué culpa tengo yo si los capachitos lo andan proclamando a los cuatro vientos?
Por cierto que se cuidó de contarle lo que había hecho, y como de esto no había testigos, el rey tuvo que perdonarlo.

Recordando un lindo momento...

En el día de hoy, que hemos reanimado nuestro blog, recordamos la manera estupenda que tiene Carolina Vera de impulsar el amor a la lec...